La última bruja – II

3. Deva

Estaba en casa, con madre. Lo teníamos todo preparado cuando esos hombres llegaron y se pusieron a golpear la puerta como auténticas bestias. Cogí el Libro y la poción, dejando a mi madre atrás soportando los empellones de esos hombres contra la puerta, que a pesar de ser muy dura parecía que empezaba a desencajarse.

“Ahora aquí, en la cueva que más poder guarda de toda la zona, permanezco escondida esperando a que llegue madre, pero las horas pasan y no viene. Tal vez no debí dejarla atrás. Tal vez la hayan cogido. Tal vez la esté torturando el Inquisidor. Tal vez tendría que ir al pueblo a ver. Pero madre me dijo que vendría, me lo prometió, en otro caso yo no me hubiese ido. Tal vez ella tuviese un plan. Tengo que esperarla.” Mi cabeza era un hervidero.

“La noche ya casi va dejando paso al día, aún no, pero queda poco y todavía no ha llegado madre. Varias veces he salido hasta la entrada, empero no he visto ninguna figura acercándose a pesar de la claridad de la luna llena. ¿Debería irme sin madre? Dijo que era muy importante que lo hiciéramos esta noche, aunque la de mañana durará solo un poquito menos y el hechizo debería de funcionar igual. Al fin y al cabo esta cueva es muy poderosa y guarda rituales mágicos desde hace miles de años como se refleja en sus paredes. Se empiezan a quebrar los albores, la claridad ya anuncia el sol. Es ahora o nunca y mi madre me dió instrucciones muy precisas, aunque también me dijo que acudiría…”

Me adentré en lo más hondo de la cueva, tomé la mitad de la pócima asegurando que la vasija quedara bien asentada por si madre llegaba después y entre sollozos me acurruqué, me abracé al Libro, y susurré el hechizo que tenía memorizado.

4. Deva

Abrí los ojos a una oscuridad tan absoluta que no podía ver ni el suelo que tenía pegado a la cara. Me estiré intentando desentumecer el cuerpo y oí como piedrecitas iban cayendo al suelo. Todavía estaba el Libro atrapado en mi regazo. —¿Madre?— pregunté, pero no obtuve respuesta.

Cuando los ojos se me acostumbraron a la oscuridad, observé cierta claridad que llegaba del exterior… “¿Podría ser que siguiese en la cueva? ¿Que el hechizo no hubiera funcionado? ¡No puede ser! Hice el ritual como se detalla en el maldito compendio de magia que tenía en mis manos.”

Me puse en pie, más cáscaras caían al suelo. Palpé y cogí una grande para examinarla a la luz.

Al acercarme a la entrada me topé con una valla que no me permitía salir al exterior, y solo entraba la luz de la luna entre los huecos que dejaba el frío metal.

Acerqué a uno de esos rayos la piedra que había recogido en el interior y era de la misma forma que mi cadera, la dejé caer y se rompió en mil cachitos. Era como si hubiera tenido una cubierta de piedra protegiéndome.

Lo de estar atrapada por una reja no me gustaba nada, sin embargo, seguro que en el Libro vendría algún hechizo para abrir cerraduras… aunque, “quizá no necesite la magia” pensé. En una esquina de la cueva había algunas herramientas de metal, cogí un pequeño pico con el que me fue fácil hacer palanca y abrir. En ese momento me vino la imagen de mi madre hablándome de Arquímedes y no pude evitar que las lágrimas recorriesen mi faz.

Al salir de la cueva un montón de información me golpeó en la cara, como cuando permanecía estudiando el Libro por las noches y mi cabeza se acababa estampando contra el libro al quedarme dormida.

Por un lado, observé que la luna se posicionaba tal, que no podía haber salido mucho antes. Además, las constelaciones no estaban donde deberían. Finalmente, y lo más extraño, fue ver luces por todos lados en rededor.

Me volví hacia la cueva para dejar la puerta lo más entornada posible y que no se notase mucho que había roto la cerradura y vi un cartel con una letra perfecta. Debía ser un gran artesano quien lo hizo. Rezaba:

Cueva de las brujas
Prohibido el paso
Ayto. de Suances

La verdad es que el nombre era muy apropiado.

Todos los datos formaban un batiburrillo en mi cabeza, estaba claro que no había cambiado de sitio, pero sí de hora y de fecha.

La última bruja – I

1.Inquisidor

¡Por fin! ¡Mi primera bruja a la hoguera! Es una pena no haber sido capaz de sacarle ningún nombre adicional o a dónde había huido su hija, y eso que me he esmerado en hacerla sufrir, pero será buen escarmiento a los ojos del resto: esto es lo que pasa si no cumples con la Inquisición.

—¡Prendedlo!

—¡Lo siento, Deva!— gritó la bruja entre sollozos mientras el verdugo echaba un poco de aceite en la base. Le advertí que no usase más de un par de tazas, para alargar la agonía. “Quizá cociéndose a fuego lento recapacita y comparte algún nombre con tal de acabar rápido el suplicio” pensé.

Con la antorcha en la mano me miró y asentí para confirmar la orden. Acercó la tea a la base de la hoguera y de repente ¡pufss! Una pequeña explosión y todo se llenó de humo. Los ojos me lagrimeaban, pero aun así pude ver la horrenda figura de un diablo rojo y azul abrazando a la bruja.

2. Anjana

Mi hija, Deva, ha sido siempre una gran aprendiz. Desde muy pequeñita me seguía a todas partes con sus grandes ojos, observando cómo procedía en cada caso. Pronto aprendió a leer y a ayudarme a hacer ungüentos y pociones. Incluso me atrevería a decir que es mejor que yo, aunque le falta la confianza que solo da la experiencia.

Me había seguido a curar los heridos cuando se cayó el andamio de la torre que construyó Don Diego, y en las batallas con Santander, aunque el señor de la Vega solo me dejaba ayudar a los altos cargos, Deva se iba a curar a marineros y villanos, fueran de este o del otro bando. A pesar de su juventud, todos los que la conocían preferían caer en sus manos que en las de un barbero-cirujano cualquiera.

Cuando llegó la Inquisición a la comarca, mi reputación pasó de ser una bondad a una condena y sabía que pronto llamarían a la puerta sin que el Señor Hurtado de Mendoza, ni el de la Vega, ni ningún otro osase hablar en mi nombre. Nadie se enfrenta al clero sin pagar por ello.

Busqué en el Libro el hechizo que nos llevaría fuera del peligro de la Inquisición, donde el conocimiento fuese libre y las mujeres no estuvieran subyugadas a los hombres. La poción no era muy difícil y Deva la preparó en un Padre Nuestro. Lo más complicado de todo era la cantidad de poder que hacía falta, tendríamos que irnos a un lugar mágico en la noche más larga del año para asegurar los buenos resultados.

Las semanas de espera fueron un suplicio, pero por fin había llegado el solsticio y ya teníamos todo preparado para partir. Sin embargo, un poco antes de caer el sol unos hombres se pusieron a aporrear la puerta —¡Abran en nombre del Inquisidor!—. Aterrada, corrí hasta ella para sostenerla —¡Si no abren la echaremos abajo!—. Le indiqué a Deva que escapase, que nos veríamos por la noche en la cueva —¡Tenemos la casa rodeada!—. Los hombres estaban golpeando con algo la puerta y la habrían sacado de sus goznes de no haber estado yo ahí, cuando Deva se acercó al hogar, orinó sobre las ascuas y gritó —¡Sin Dios y sin Santa María, por la chimenea arriba!— y desapareció volando junto al humo que subía.

La estirpe – 5. 1985

Un gris permanente tapa el cielo de Torrelavega. Es imposible distinguir dónde acaban las nubes y dónde empiezan los humos de las fábricas. Todas a plena producción, dan trabajo a mucha gente desde hace años, pero los más jóvenes ya no tienen tan fácil el acceso a los trabajos porque las plantillas ya están completamente cubiertas y desde hace tiempo no se renuevan.

Lara se siente afortunada por que sus nietos puedan trabajar, ninguno es un ingeniero de los que viven en cómodas casas frente a las fábricas. Todos siguen en el barrio, La Inmobiliaria, un barrio obrero con muy mala fama, pero al menos se ganan la vida de manera honrada.

Sin embargo, la pequeña Lara, Laruca, no encuentra trabajo y hace tiempo que se rindió. Ahora tiene el pelo de colores, usa collares de pinchos y pantalones de cuadros. Se junta a sus amigos, no es que sean mala gente, es simplemente que todos se han rendido ya y no buscan un trabajo porque ya saben que no lo van a encontrar.

Jóvenes de toda la comarca, en la misma situación que Laruca, se juntan en Torrelavega. Van al Plymouth, un bar creado por un inmigrante inglés que había decidido vivir en el corazón de Cantabria. Allí se emborrachan y fuman unos petas cuando no hay algo más fuerte. Lo importante era llenar el tiempo y hacer que pasase lo más rápido posible. Había que acelerarlo para no sentir su paso, para olvidarse de que no valían para nada porque nadie les daba una oportunidad.

Un finde, uno de los amigos de Laruca le invitó a jaco por la nariz. Definitivamente, aquello fue una pena porque la raya siguiente se la metió por la vena.

La verdad es que era un modo fácil de dejar de sentir dolor, ya fuese por la incomprensión de la familia, ya fuese lo ajustado que les quedaba el collar impuesto por la sociedad, o simplemente esa sensación de necesitar dar patada a seguir al tiempo para que nuevos días llegasen.

Lara, un día encontró a su nieta enredando en su bolso. No le quiso responder cuando le preguntó qué hacía. La verdad es que últimamente tenía la cara más demacrada de lo habitual, dormía mucho fuera, siempre llevaba camisas de manga larga y las pocas veces que pasaba por casa le temblaban las manos y estaba en una situación de nerviosismo constante. No sabía cómo acceder a ella, no sabía cómo ayudarla y no le pidió que devolviese el dinero que había cogido, porque bien sabía que si no, lo conseguiría de otro modo.

El siguiente amanecer le despertó un timbrazo en la puerta, era la policía, iban con un atestado y unas fotos para confirmar la identidad. Se las enseñaron como si fuese algo rutinario, nada especial, otra joven muerta en un callejón por sobredosis de heroína, nada que el mundo fuese a llorar.

La estirpe – 4. 1936

Cuando el 18 de julio, el ejército sublevado se levantó en armas contra el gobierno de la república, toda la casa de Don Eloy Fernández Navamuel tocó diana y comenzaron a prepararse para lo que venía.

Lara trabajaba para este, quien además permitía que su pequeña hija viviese también en las habitaciones del servicio. El señor había conocido a su marido en la guerra del Rif, y tras la muerte de este se había sentido en deuda por la lealtad que aquel le había mostrado dejando en aquellas áridas y lejanas tierras hasta su última gota de sangre.

Al ser Torrelavega una ciudad obrera con gran presencia de los sindicatos anarquistas, mucha gente del frente norte fue allí a unirse como milicia a las tropas leales bajo las órdenes de Don Eloy que se había reincorporado voluntariamente para defender la República.

Había gallegos, leoneses, asturianos, vascos, riojanos… incluso algún madrileño, que por gato que fuese había pensado erróneamente que el lobo mordería menos en el norte. Era todo un hervidero de gentes que querían defender el legítimo gobierno con los medios más precarios que se pueda imaginar.

La casa de Don Eloy se mantenía como un fortín en la que de puertas para dentro todo era militar. Mensajeros entraban y salían, mapas de toda la península con señales de los movimientos de tropa y sobre todo de aviación, pues Don Eloy además de leal, era piloto.

Sin embargo, cuando el bando sublevado se apoderó de la ciudad, Don Eloy no pudo hacer más por la defensa del frente norte, y junto a su hermano despegó de la playa de Oyambre en dirección a Francia.

Su casa ya no era segura, y ninguno de los que habían estado a su servicio fue considerado inocente.

A Lara le detuvieron y le raparon el pelo y muchas otras tropelías le hicieron. Al menos salió viva y pudo proteger a su hija, a quien había escondido en casa de unos primos.

Sola, tuvo que rehacer su vida en una España que no la quería. Por suerte, las fábricas de Torrelavega necesitaban mano de obra para seguir produciendo y aún con cartilla de racionamiento mediante, pudo sacar adelante a su querida hija.

La estirpe – 3. 1853

El marido de Lara trabajaba en una fábrica de harinas, ella en una de curtidos. Sin embargo, en cuanto se descubrió el Zinc, Vitor dejó su empleo para ir a cavar a la mina, en la que todavía se podían conseguir buenos salarios porque había que abrirla.

Pronto llegarían mineros de todas las direcciones: Bilbao, Burgos, León, Oviedo… Una nueva mina atraía a mucha gente que buscaba mejorar aunque fuese un poco con respecto a su situación previa.

Pero por el momento, estaban los lugareños, había que empezar a cavar y hacer prospecciones para ver cuánto Zinc se podía llegar a obtener.

Un aciago día, mientras Lara trabajaba, un rumor empezó a expandirse como la pólvora por toda Torrelavega. Los mineros se habían quedado sepultados. Es uno de los riesgos que tiene el trabajo, todos lo saben, pero nadie piensa que le va a pasar a él.

En cuanto pudo, Lara se acercó a la mina pero las noticias eran muy agoreras, de momento los cuerpos que habían sacado estaban sin vida, pero aún no se sabía nada de Vitor.

Lloró y esperó, desesperó y lloró, hasta que por fin sacaron al último. Era Vitor, que dejaba viuda con un bebé en camino, quizá otra nueva Lara.

La estirpe – 2. 1328

Todo el mundo en la aldea de la Vega conocía la noticia: Don Garcilaso había muerto a golpe de ballesta en Soria. Se oían lamentos por toda la aldea.

A Lara le apenó la noticia, pero más que por la muerte de su señor, porque estaban esperando su vuelta, ella y su amado Nelu, para pedirle su beneplácito en cuanto al su matrimonio.

Lara ya era buena moza, 15 años tenía, y Nelu era uno de los canteros que habían venido desde otras villas y valles a cargo del señor para levantar la torre que luego valdría para vivienda y defensa de la familia de este.

En concreto, Nelu, venía del puerto de San Martín de la Arena.

Para Lara, las historias que le contaba Nelu eran pura fantasía, pues a pesar de la cercanía de la Vega, nunca había visto el mar. Nelu le hablaba de cómo cazaban ballenas, de las largas murallas y otras defensas que habían construido para rechazar los ataques de los santanderinos, y de cómo las olas rompían contra las rocas mientras uno se bañaba. Nelu incluso sabía nadar, era tan valiente…

Allí reunidos, gentes de distintos hogares, se habían compartido comidas, canciones, historias… y Lara había compartido con Nelu susurros a escondidas, miradas cómplices y escapadas a la orilla del río. Estaban enamorados.

Ahora no les quedaría otra que esperar el duelo y ver qué medidas tomaba el nuevo señor (Garcilaso, como su padre), pues seguro que desearía ir a vengar la muerte del su padre.

La estirpe – 1. 161

Amanecía un día caluroso tras una noche de esas en las que parece que el sol no se ha puesto. Lara, con su madre Lara y algunas personas de su castro situado tres valles hacia el este, habían hecho noche donde se reunían el río Bis-Salia con el Salia para la ofrenda al díos de la sabiduría.

No eran el único pueblo presente, otros que seguían atendiendo a las tradiciones de antaño estaban allí representados para el ritual en el que, todas las futuras curanderas de los poblados cántabros que habían comenzado a ser mujeres, hacían su ofrenda de sangre a Erudinus.

Lara, hija de Lara, hacía tres lunas que había comenzado a ser mujer, y sabiendo que iba a seguir los pasos de su madre, guardó sus ropas manchadas con su primera sangre para el ritual, pues era sabido que la primera le daría más poder.

Todos los cántabros allí reunidos acudieron a la llamada del jefe, Cornelio, para iniciar la ascensión al sagrado monte Dubrón, donde se realizaría la ofrenda.

Ese año cargaban con una nueva Ara que representaba al dios, y la colocarían en la cima del monte.

Allí estaban representadas varias generaciones de cántabros, que pese a la invasión romana, seguían manteniendo sus tradiciones. Como suele pasar, los más mayores y algunos de los más jóvenes que no atendían más que a las leyendas, eran reacios a los romanos, sin embargo, poco influían estos en su día a día.

Los romanos, una vez sometieron a los cántabros con un costo altísimo de tropas y de tiempo, se habían conformado con asegurar los Portus y las vías de abastecimiento hacia la meseta, así como de introducir su idioma y cambiarle el nombre a todo: pueblos, valles, ríos, dioses, etc. No eran muy estrictos con los poblados de esa región pues, sabiendo lo que les había costado llegar a subyugarlos, no estaban dispuestos a enfrentarse a ninguna revuelta.

¿Quién sabe si de haber conocido el resultado, no se habrían rendido antes Corocota y el resto de valientes guerreros cuya muerte ahora no significaba demasiado?

Cierto es que su modo de vida también había cambiado pues ya no iban a guerrear contra pueblos del sur por grano si no que, como soldurios, cruzaban aguas y calzadas para luchar con pueblos más lejanos que todavía se resistían a Roma a cambio de oro y otras riquezas.