La estirpe – 4. 1936

Cuando el 18 de julio, el ejército sublevado se levantó en armas contra el gobierno de la república, toda la casa de Don Eloy Fernández Navamuel tocó diana y comenzaron a prepararse para lo que venía.

Lara trabajaba para este, quien además permitía que su pequeña hija viviese también en las habitaciones del servicio. El señor había conocido a su marido en la guerra del Rif, y tras la muerte de este se había sentido en deuda por la lealtad que aquel le había mostrado dejando en aquellas áridas y lejanas tierras hasta su última gota de sangre.

Al ser Torrelavega una ciudad obrera con gran presencia de los sindicatos anarquistas, mucha gente del frente norte fue allí a unirse como milicia a las tropas leales bajo las órdenes de Don Eloy que se había reincorporado voluntariamente para defender la República.

Había gallegos, leoneses, asturianos, vascos, riojanos… incluso algún madrileño, que por gato que fuese había pensado erróneamente que el lobo mordería menos en el norte. Era todo un hervidero de gentes que querían defender el legítimo gobierno con los medios más precarios que se pueda imaginar.

La casa de Don Eloy se mantenía como un fortín en la que de puertas para dentro todo era militar. Mensajeros entraban y salían, mapas de toda la península con señales de los movimientos de tropa y sobre todo de aviación, pues Don Eloy además de leal, era piloto.

Sin embargo, cuando el bando sublevado se apoderó de la ciudad, Don Eloy no pudo hacer más por la defensa del frente norte, y junto a su hermano despegó de la playa de Oyambre en dirección a Francia.

Su casa ya no era segura, y ninguno de los que habían estado a su servicio fue considerado inocente.

A Lara le detuvieron y le raparon el pelo y muchas otras tropelías le hicieron. Al menos salió viva y pudo proteger a su hija, a quien había escondido en casa de unos primos.

Sola, tuvo que rehacer su vida en una España que no la quería. Por suerte, las fábricas de Torrelavega necesitaban mano de obra para seguir produciendo y aún con cartilla de racionamiento mediante, pudo sacar adelante a su querida hija.

La estirpe – 3. 1853

El marido de Lara trabajaba en una fábrica de harinas, ella en una de curtidos. Sin embargo, en cuanto se descubrió el Zinc, Vitor dejó su empleo para ir a cavar a la mina, en la que todavía se podían conseguir buenos salarios porque había que abrirla.

Pronto llegarían mineros de todas las direcciones: Bilbao, Burgos, León, Oviedo… Una nueva mina atraía a mucha gente que buscaba mejorar aunque fuese un poco con respecto a su situación previa.

Pero por el momento, estaban los lugareños, había que empezar a cavar y hacer prospecciones para ver cuánto Zinc se podía llegar a obtener.

Un aciago día, mientras Lara trabajaba, un rumor empezó a expandirse como la pólvora por toda Torrelavega. Los mineros se habían quedado sepultados. Es uno de los riesgos que tiene el trabajo, todos lo saben, pero nadie piensa que le va a pasar a él.

En cuanto pudo, Lara se acercó a la mina pero las noticias eran muy agoreras, de momento los cuerpos que habían sacado estaban sin vida, pero aún no se sabía nada de Vitor.

Lloró y esperó, desesperó y lloró, hasta que por fin sacaron al último. Era Vitor, que dejaba viuda con un bebé en camino, quizá otra nueva Lara.

La estirpe – 2. 1328

Todo el mundo en la aldea de la Vega conocía la noticia: Don Garcilaso había muerto a golpe de ballesta en Soria. Se oían lamentos por toda la aldea.

A Lara le apenó la noticia, pero más que por la muerte de su señor, porque estaban esperando su vuelta, ella y su amado Nelu, para pedirle su beneplácito en cuanto al su matrimonio.

Lara ya era buena moza, 15 años tenía, y Nelu era uno de los canteros que habían venido desde otras villas y valles a cargo del señor para levantar la torre que luego valdría para vivienda y defensa de la familia de este.

En concreto, Nelu, venía del puerto de San Martín de la Arena.

Para Lara, las historias que le contaba Nelu eran pura fantasía, pues a pesar de la cercanía de la Vega, nunca había visto el mar. Nelu le hablaba de cómo cazaban ballenas, de las largas murallas y otras defensas que habían construido para rechazar los ataques de los santanderinos, y de cómo las olas rompían contra las rocas mientras uno se bañaba. Nelu incluso sabía nadar, era tan valiente…

Allí reunidos, gentes de distintos hogares, se habían compartido comidas, canciones, historias… y Lara había compartido con Nelu susurros a escondidas, miradas cómplices y escapadas a la orilla del río. Estaban enamorados.

Ahora no les quedaría otra que esperar el duelo y ver qué medidas tomaba el nuevo señor (Garcilaso, como su padre), pues seguro que desearía ir a vengar la muerte del su padre.

La estirpe – 1. 161

Amanecía un día caluroso tras una noche de esas en las que parece que el sol no se ha puesto. Lara, con su madre Lara y algunas personas de su castro situado tres valles hacia el este, habían hecho noche donde se reunían el río Bis-Salia con el Salia para la ofrenda al díos de la sabiduría.

No eran el único pueblo presente, otros que seguían atendiendo a las tradiciones de antaño estaban allí representados para el ritual en el que, todas las futuras curanderas de los poblados cántabros que habían comenzado a ser mujeres, hacían su ofrenda de sangre a Erudinus.

Lara, hija de Lara, hacía tres lunas que había comenzado a ser mujer, y sabiendo que iba a seguir los pasos de su madre, guardó sus ropas manchadas con su primera sangre para el ritual, pues era sabido que la primera le daría más poder.

Todos los cántabros allí reunidos acudieron a la llamada del jefe, Cornelio, para iniciar la ascensión al sagrado monte Dubrón, donde se realizaría la ofrenda.

Ese año cargaban con una nueva Ara que representaba al dios, y la colocarían en la cima del monte.

Allí estaban representadas varias generaciones de cántabros, que pese a la invasión romana, seguían manteniendo sus tradiciones. Como suele pasar, los más mayores y algunos de los más jóvenes que no atendían más que a las leyendas, eran reacios a los romanos, sin embargo, poco influían estos en su día a día.

Los romanos, una vez sometieron a los cántabros con un costo altísimo de tropas y de tiempo, se habían conformado con asegurar los Portus y las vías de abastecimiento hacia la meseta, así como de introducir su idioma y cambiarle el nombre a todo: pueblos, valles, ríos, dioses, etc. No eran muy estrictos con los poblados de esa región pues, sabiendo lo que les había costado llegar a subyugarlos, no estaban dispuestos a enfrentarse a ninguna revuelta.

¿Quién sabe si de haber conocido el resultado, no se habrían rendido antes Corocota y el resto de valientes guerreros cuya muerte ahora no significaba demasiado?

Cierto es que su modo de vida también había cambiado pues ya no iban a guerrear contra pueblos del sur por grano si no que, como soldurios, cruzaban aguas y calzadas para luchar con pueblos más lejanos que todavía se resistían a Roma a cambio de oro y otras riquezas.