La estirpe – 5. 1985

Un gris permanente tapa el cielo de Torrelavega. Es imposible distinguir dónde acaban las nubes y dónde empiezan los humos de las fábricas. Todas a plena producción, dan trabajo a mucha gente desde hace años, pero los más jóvenes ya no tienen tan fácil el acceso a los trabajos porque las plantillas ya están completamente cubiertas y desde hace tiempo no se renuevan.

Lara se siente afortunada por que sus nietos puedan trabajar, ninguno es un ingeniero de los que viven en cómodas casas frente a las fábricas. Todos siguen en el barrio, La Inmobiliaria, un barrio obrero con muy mala fama, pero al menos se ganan la vida de manera honrada.

Sin embargo, la pequeña Lara, Laruca, no encuentra trabajo y hace tiempo que se rindió. Ahora tiene el pelo de colores, usa collares de pinchos y pantalones de cuadros. Se junta a sus amigos, no es que sean mala gente, es simplemente que todos se han rendido ya y no buscan un trabajo porque ya saben que no lo van a encontrar.

Jóvenes de toda la comarca, en la misma situación que Laruca, se juntan en Torrelavega. Van al Plymouth, un bar creado por un inmigrante inglés que había decidido vivir en el corazón de Cantabria. Allí se emborrachan y fuman unos petas cuando no hay algo más fuerte. Lo importante era llenar el tiempo y hacer que pasase lo más rápido posible. Había que acelerarlo para no sentir su paso, para olvidarse de que no valían para nada porque nadie les daba una oportunidad.

Un finde, uno de los amigos de Laruca le invitó a jaco por la nariz. Definitivamente, aquello fue una pena porque la raya siguiente se la metió por la vena.

La verdad es que era un modo fácil de dejar de sentir dolor, ya fuese por la incomprensión de la familia, ya fuese lo ajustado que les quedaba el collar impuesto por la sociedad, o simplemente esa sensación de necesitar dar patada a seguir al tiempo para que nuevos días llegasen.

Lara, un día encontró a su nieta enredando en su bolso. No le quiso responder cuando le preguntó qué hacía. La verdad es que últimamente tenía la cara más demacrada de lo habitual, dormía mucho fuera, siempre llevaba camisas de manga larga y las pocas veces que pasaba por casa le temblaban las manos y estaba en una situación de nerviosismo constante. No sabía cómo acceder a ella, no sabía cómo ayudarla y no le pidió que devolviese el dinero que había cogido, porque bien sabía que si no, lo conseguiría de otro modo.

El siguiente amanecer le despertó un timbrazo en la puerta, era la policía, iban con un atestado y unas fotos para confirmar la identidad. Se las enseñaron como si fuese algo rutinario, nada especial, otra joven muerta en un callejón por sobredosis de heroína, nada que el mundo fuese a llorar.

La estirpe – 3. 1853

El marido de Lara trabajaba en una fábrica de harinas, ella en una de curtidos. Sin embargo, en cuanto se descubrió el Zinc, Vitor dejó su empleo para ir a cavar a la mina, en la que todavía se podían conseguir buenos salarios porque había que abrirla.

Pronto llegarían mineros de todas las direcciones: Bilbao, Burgos, León, Oviedo… Una nueva mina atraía a mucha gente que buscaba mejorar aunque fuese un poco con respecto a su situación previa.

Pero por el momento, estaban los lugareños, había que empezar a cavar y hacer prospecciones para ver cuánto Zinc se podía llegar a obtener.

Un aciago día, mientras Lara trabajaba, un rumor empezó a expandirse como la pólvora por toda Torrelavega. Los mineros se habían quedado sepultados. Es uno de los riesgos que tiene el trabajo, todos lo saben, pero nadie piensa que le va a pasar a él.

En cuanto pudo, Lara se acercó a la mina pero las noticias eran muy agoreras, de momento los cuerpos que habían sacado estaban sin vida, pero aún no se sabía nada de Vitor.

Lloró y esperó, desesperó y lloró, hasta que por fin sacaron al último. Era Vitor, que dejaba viuda con un bebé en camino, quizá otra nueva Lara.

La estirpe – 2. 1328

Todo el mundo en la aldea de la Vega conocía la noticia: Don Garcilaso había muerto a golpe de ballesta en Soria. Se oían lamentos por toda la aldea.

A Lara le apenó la noticia, pero más que por la muerte de su señor, porque estaban esperando su vuelta, ella y su amado Nelu, para pedirle su beneplácito en cuanto al su matrimonio.

Lara ya era buena moza, 15 años tenía, y Nelu era uno de los canteros que habían venido desde otras villas y valles a cargo del señor para levantar la torre que luego valdría para vivienda y defensa de la familia de este.

En concreto, Nelu, venía del puerto de San Martín de la Arena.

Para Lara, las historias que le contaba Nelu eran pura fantasía, pues a pesar de la cercanía de la Vega, nunca había visto el mar. Nelu le hablaba de cómo cazaban ballenas, de las largas murallas y otras defensas que habían construido para rechazar los ataques de los santanderinos, y de cómo las olas rompían contra las rocas mientras uno se bañaba. Nelu incluso sabía nadar, era tan valiente…

Allí reunidos, gentes de distintos hogares, se habían compartido comidas, canciones, historias… y Lara había compartido con Nelu susurros a escondidas, miradas cómplices y escapadas a la orilla del río. Estaban enamorados.

Ahora no les quedaría otra que esperar el duelo y ver qué medidas tomaba el nuevo señor (Garcilaso, como su padre), pues seguro que desearía ir a vengar la muerte del su padre.

La estirpe – 1. 161

Amanecía un día caluroso tras una noche de esas en las que parece que el sol no se ha puesto. Lara, con su madre Lara y algunas personas de su castro situado tres valles hacia el este, habían hecho noche donde se reunían el río Bis-Salia con el Salia para la ofrenda al díos de la sabiduría.

No eran el único pueblo presente, otros que seguían atendiendo a las tradiciones de antaño estaban allí representados para el ritual en el que, todas las futuras curanderas de los poblados cántabros que habían comenzado a ser mujeres, hacían su ofrenda de sangre a Erudinus.

Lara, hija de Lara, hacía tres lunas que había comenzado a ser mujer, y sabiendo que iba a seguir los pasos de su madre, guardó sus ropas manchadas con su primera sangre para el ritual, pues era sabido que la primera le daría más poder.

Todos los cántabros allí reunidos acudieron a la llamada del jefe, Cornelio, para iniciar la ascensión al sagrado monte Dubrón, donde se realizaría la ofrenda.

Ese año cargaban con una nueva Ara que representaba al dios, y la colocarían en la cima del monte.

Allí estaban representadas varias generaciones de cántabros, que pese a la invasión romana, seguían manteniendo sus tradiciones. Como suele pasar, los más mayores y algunos de los más jóvenes que no atendían más que a las leyendas, eran reacios a los romanos, sin embargo, poco influían estos en su día a día.

Los romanos, una vez sometieron a los cántabros con un costo altísimo de tropas y de tiempo, se habían conformado con asegurar los Portus y las vías de abastecimiento hacia la meseta, así como de introducir su idioma y cambiarle el nombre a todo: pueblos, valles, ríos, dioses, etc. No eran muy estrictos con los poblados de esa región pues, sabiendo lo que les había costado llegar a subyugarlos, no estaban dispuestos a enfrentarse a ninguna revuelta.

¿Quién sabe si de haber conocido el resultado, no se habrían rendido antes Corocota y el resto de valientes guerreros cuya muerte ahora no significaba demasiado?

Cierto es que su modo de vida también había cambiado pues ya no iban a guerrear contra pueblos del sur por grano si no que, como soldurios, cruzaban aguas y calzadas para luchar con pueblos más lejanos que todavía se resistían a Roma a cambio de oro y otras riquezas.