Un gris permanente tapa el cielo de Torrelavega. Es imposible distinguir dónde acaban las nubes y dónde empiezan los humos de las fábricas. Todas a plena producción, dan trabajo a mucha gente desde hace años, pero los más jóvenes ya no tienen tan fácil el acceso a los trabajos porque las plantillas ya están completamente cubiertas y desde hace tiempo no se renuevan.
Lara se siente afortunada por que sus nietos puedan trabajar, ninguno es un ingeniero de los que viven en cómodas casas frente a las fábricas. Todos siguen en el barrio, La Inmobiliaria, un barrio obrero con muy mala fama, pero al menos se ganan la vida de manera honrada.
Sin embargo, la pequeña Lara, Laruca, no encuentra trabajo y hace tiempo que se rindió. Ahora tiene el pelo de colores, usa collares de pinchos y pantalones de cuadros. Se junta a sus amigos, no es que sean mala gente, es simplemente que todos se han rendido ya y no buscan un trabajo porque ya saben que no lo van a encontrar.
Jóvenes de toda la comarca, en la misma situación que Laruca, se juntan en Torrelavega. Van al Plymouth, un bar creado por un inmigrante inglés que había decidido vivir en el corazón de Cantabria. Allí se emborrachan y fuman unos petas cuando no hay algo más fuerte. Lo importante era llenar el tiempo y hacer que pasase lo más rápido posible. Había que acelerarlo para no sentir su paso, para olvidarse de que no valían para nada porque nadie les daba una oportunidad.
Un finde, uno de los amigos de Laruca le invitó a jaco por la nariz. Definitivamente, aquello fue una pena porque la raya siguiente se la metió por la vena.
La verdad es que era un modo fácil de dejar de sentir dolor, ya fuese por la incomprensión de la familia, ya fuese lo ajustado que les quedaba el collar impuesto por la sociedad, o simplemente esa sensación de necesitar dar patada a seguir al tiempo para que nuevos días llegasen.
Lara, un día encontró a su nieta enredando en su bolso. No le quiso responder cuando le preguntó qué hacía. La verdad es que últimamente tenía la cara más demacrada de lo habitual, dormía mucho fuera, siempre llevaba camisas de manga larga y las pocas veces que pasaba por casa le temblaban las manos y estaba en una situación de nerviosismo constante. No sabía cómo acceder a ella, no sabía cómo ayudarla y no le pidió que devolviese el dinero que había cogido, porque bien sabía que si no, lo conseguiría de otro modo.
El siguiente amanecer le despertó un timbrazo en la puerta, era la policía, iban con un atestado y unas fotos para confirmar la identidad. Se las enseñaron como si fuese algo rutinario, nada especial, otra joven muerta en un callejón por sobredosis de heroína, nada que el mundo fuese a llorar.
